Coco'sWords

Hablemos de todo un poco

Month: January, 2014

El dilema del depresivo

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Una de cada diez personas en los Estados Unidos está pasando por una depresión o ha sufrido de una depresión profunda en el transcurro del último año, según un análisis publicado por Health.com y logrado gracias a la recopilación de datos aportados por las agencias federales dedicadas a la salud. Así mismo el Centro de Control y Prevención de Enfermedades reportó que quienes tienden a padecer de esta condición son, con mayor frecuencia: personas de la raza negra o hispanos, individuos de 45 a 64 años de edad, mujeres, desempleados, quienes no terminaron la secundaria, los divorciados y/o aquellos que carecen de seguro médico. Cuando hablamos de depresión, entiéndase que es un estado de infelicidad y de desesperanza cuyos síntomas incluyen falta de energía, insomnio, falta de concentración y, en ocasiones, tendencias suicidas. A propósito y al margen, Las Vegas recibió el oscuro galardón de ser “la capital del suicidio de América” pues la tasa de suicidios aquí dobla la del resto del país. (National Public Radio, 2008)
La depresión, apunta una de las teorías, se debe a un desbalance químico en el cerebro y para balancearlo los psiquiatras recetan drogas como Lexapro, Prozac y Zoloft. Los doctores, las instrucciones escritas en el frasco y el sentido común – que es el menos común de los sentidos, como dice mi madre- recomiendan que no se mezclen estos medicamentos con el alcohol. Sin embargo, no ocurre así necesariamente porque, para cuando un deprimido(a) saca la fuerza de cargar con sus huesos hasta el consultorio de un médico, es muy probable que de antemano haya estado consumiendo una que otra sustancia lícita o ilícita con el fin de embotarse los sentidos. Considerando que el alcohol es una droga legalizada, está socialmente aceptada y se puede encontrar 24/7, la posibilidad de que el paciente se tropiece con una botella o se vea expuesto a un par de copas no es tan remota. Desde luego, el psiquiatra advertirá a su cliente sobre el peligro de tomar bebidas alcohólicas durante el tratamiento, y el cliente, como lo hizo mi amigo, el croupier, asentiría sin rechistar a tal demanda. Luego, viendo que el antidepresivo no surge efecto de inmediato o simplemente no surge efecto y punto, mi amigo, llamémosle C. se volcará en la bebida. Como resultado C. se sentirá aun más deprimido, que es una de las múltiples consecuencias de ligar el alcohol con los antidepresivos. Llegado a este punto, dejará de tomarse la medicina y se dedicará a consumir whisky, porque de acuerdo a su lógica “no debe mezclar.” Después rectificará, volverá al doctor, pedirá que le cambie el medicamento “por otro mejor”, el doctor le escribirá una nueva receta y el ciclo empezará de nuevo, una y otra vez y otra vez. Mientras tanto, las razones que lo han hecho recaer tantas veces no han sido atendidas y mucho menos resueltas. Ese algo que es la causa de su infelicidad, de su desesperanza, de su dependencia al alcohol, sigue intacto. Nadie parece haber contemplado que durante las tres, cuatro, cinco semanas que los medicamentos se tardan en restaurar el supuesto balance cerebral, C. no tiene nada a qué aferrarse. Él, como muchos de nuestros residentes, vive en extrema soledad y asilamiento. Entonces, me pregunto: ¿Habrá una solución para su dilema? ¿Quizás más soporte médico o comunitario?…A raíz de los recortes presupuestarios, cada día hay menos programas de salud mental disponibles en la comunidad y C. está desempleado, no tiene seguro médico y el poco dinero que recibe se le va en comprar single malt whiskie. ¿Ahora qué? Quisiera que alguien me lo explique.

Last night I heard the screaming, loud voices behind the wall

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Last night I heard the screaming/Loud voices behind the wall/Another sleepless night for me/ It won’t do no good to call/The police always come late/If they come at all.”  Tracy Chapman’s  Behind the Wall

Anoche se escucharon gritos detrás de la pared de uno de los tantos apartamentos localizados al oeste de Charleston boulevard. Gemidos desgarrados, largos chillidos respondieron a una cantaleta de insultos lanzados por la garganta furiosa de un hombre. Dada la especificidad de los denigrantes epítetos, supimos que iban dirigidos a su mujer. De seguido, se oyó el inequívoco eco de unos golpes, una y otra vez, después una pausa, y luego llanto, llanto, llanto. Mientras tanto, en los balcones adyacentes se apagaron las luces. En las cortinas venecianas, unos dedos recelosos abrían ranuras por donde los testigos contemplaban el abuso, pero nadie sacó la cabeza ni siquiera para pendenciar abiertamente  y mucho menos con la intención de intervenir, tampoco nadie llamó la policía. Usted, quizás, se preguntará: ¿Y por qué no llamaron las autoridades, por qué nadie se inmiscuyó? …

Pues bien, hace unos tres años el hijo de mi vecina, un joven violento con un historial de problemas relacionados al consumo de drogas, atacó a su mamá. Desesperada, de pie en medio de la calle, la señora pidió a gritos por ayuda: ¡Por favor, llamen a la policía!, gritó. Así que yo la llamé, creyendo cumplir con el deber de cualquier samaritana promedio. Cuando el muchacho vio llegar la patrulla, se calmó. La madre no presentó cargos y el oficial tocó a mi puerta para hacerme preguntas y luego se marchó. Me encantaría decirles, llegados a este punto, que colorín colorado este cuento se ha acabado, pero no. A la mañana siguiente del incidente, mi carro, el cual tengo que estacionar fuera del garaje, había sido vandalizado. El agente del seguro me pidió que hiciera un reporte. Metro regresó para producir el papelito. Cuando le expliqué al uniformado lo que ocurrió el día anterior, argumentándole que era bastante evidente que el acto de vandalismo procedía del hijo de la vecina, el oficial me contestó que aunque él sospechaba lo mismo, no podía hacer absolutamente nada pues yo carecía de evidencias para probar tal alegación.  Nunca antes y nunca después de ese percance otro carro en todo el vecindario ha sido vandalizado. Durante los meses que siguieron, esas personas ya no me saludaban. Su permanencia al lado mío estuvo marcada por constantes rayones sobre la pintura de mi vehículo, la desaparición de algunas macetas del jardín y a Cesar, mi gato, lo hirieron varias veces con perdigones. De manera misteriosa estos actos (de represalia) cesaron cuando la vecina se mudó. Por eso, si usted me pregunta ¿por qué anoche se quedaron al margen esos testigos que miraban detrás de las venecianas? Le respondo: porque aquí hemos tenido que aprender a sobrevivir. Porque es humano proteger al prójimo, pero es insensato y peligroso hacerlo cuando los que están obligados a servirnos y protegernos no nos cubren la espalda, no nos protegen de las represalias. Porque gracias a la ineficacia e ineptitud de este sistema, nos estamos convirtiendo en monstruos. Por eso.