Coco'sWords

Hablemos de todo un poco

Month: July, 2014

La máquina en el cielo

satelite
Para aprender a hablar un idioma hay que decir muchos disparates, como lo hacen los niños muy pequeños, quienes en su inocencia son incapaces de entender el concepto de la vergüenza y carecen del miedo al ridículo. Ellos no piensan dos veces antes de decir las cosas. Su único objetivo es darse a entender y ¡cómo lo logran! Ya de adultos, nos volvemos expertos en el arte de llenar el libro de ejercicios y de repertir after me, pero no en el oficio de hablar inglés con cualquiera en cualquier ocasión que lo amerite. Conozco a muchas personas que han cursado todos los niveles habidos y por haber y todavía no dicen en voz alta ni good morning. Cuando les pregunto por qué, teniendo un diploma que avala su condición de angloparlantes jamás emplean el inglés, me responden: “pues creo que lo leo y lo escribo bien, pero me da pena hablarlo.” ¡Qué forma más vil de desperdiciar todo el tiempo y el dinero invertido en adquirir otro idioma! Lo que no se practica, se pierde porque a fuerza de no usarlo, uno termina por olvidar lo aprendido. Y es que, como en el proceso de caminar, primero se gatea y después se corre. Es decir, al principio se avanza despacio y con la práctica se anda más de prisa. A los adultos nos da vergüenza hablar con otros adultos como si estuviéramos gateando, o como se diría en mi terruño, macujeando. Tememos decir las palabras mal y hacer el ridículo. Quisiéramos abrir la boca y comunicarnos articuladamente, con rapidez, tal como lo hacemos en la lengua materna. En vista de que esto es imposible, optamos por no decir nada o decir “Ay don’ espik english.” Y así, con esta frase, auto-saboteamos la posibilidad de algún día lograr caminar o correr en inglés. Con esta frase, pasamos de gatear a la mudez, al silencio.
Yo llegué a los Estados Unidos ya adulta, sin dominio del idioma. Tuve que decidir entre el miedo al ridículo y el silencio. Aprendí que para alcanzar la fluidez hay que ser un poco sinvergüenza y algo inocente, igual que un niño. Antes de poder expresarme casi con tanta soltura como en español dije un montón de disparates, me corrigieron muchas veces y me puse colorada en numerosas ocasiones. Recuerdo una vez que se perdió la conexión del satélite en el hotel donde yo trabajaba. Los huéspedes, turistas americanos y canadienses, bajaron en tropel a la recepción, estaban enfadados porque sus televisores no tenían señal. Yo apenas sabía unas cuantas frasecitas en la rica lengua de Shakespeare. La palabra satélite nunca la había aprendido. Tampoco podía explicar bien que el aparato en cuestión no estaba funcionando. Solo se me ocurrió decir, apuntando al cielo: de machine in the sky is plrrrr. La pronunciación del recién inventado verbo “plrrr,” la acompañé con un movimiento de las manos que sugería la acción de algo roto. Supongo que me di a entender, pues un señor se dio vuelta para explicarle a su mujer lo que pasaba y le escuché decir: the satellite signal went down. De esta forma aprendí a decir que la señal del satélite se cayó. Luego, poco a poco, una barrabasada tras otra, llegué un día a expresarme con propiedad en inglés, desafiando el enunciado aquel que reza “cotorra vieja no aprende a hablar.” Aquí entre nos, ¡sí que puede!

50,000 niños viajando sin compañía

Photo from Univision

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“Mientras nosotros vendamos materia prima a centavos la libra y compremos productos que cuestan cada uno muchos dólares, la balanza de pago de nuestra nación estará en rojo, o sea que viviremos para siempre endeudados y destinados a la pobreza,” exponía en su clase de macroeconomía el profesor Octavio Mota King, uno de los mejores maestros que he tenido. “Para romper este ciclo, necesitaríamos convertir nuestros metales, el cobre, hierro, acero, níquel, en refrigeradores, tostadores y automóviles, y nuestro cacao en barras de chocolate; es decir, que necesitaríamos transformar nuestros recursos naturales en productos terminados.” Entonces, la tragedia de los países tercermundistas, Honduras, el Salvador, la República Dominicana, radica en la incapacidad de mudar una economía agrícola (y de extracción de las riquezas minerales por monopolios extranjeros), a una economía industrial. Una transformación que es posible, como demuestra el caso de Corea del Sur, donde en el lapso de una generación los campesinos analfabetos pasaron a ser técnicos en informática e ingenieros, aunque para lograrlo esa nación debió invertir cuantiosamente en la alfabetización y preparación académica y técnica de su gente. No obstante, en América Latina esto no se ha dado. La pobreza de nuestros países se ha agudizado en las últimas décadas, creando condiciones de vida cada vez peores para sus habitantes. Y una población desesperada actúa de forma extrema, como por ejemplo, embarcándose en una travesía peligrosa, suicida, a través del río, el mar, o el desierto para alcanzar la frontera con la tierra prometida, los Estados Unidos. Y de ahi, que las entradas de inmigrantes indocumentados al suelo norteamericano no hayan cesado. Y de ahi que también, ahora más cincuenta mil niños se encuentren a la deriva, flotando entre un limbo burocrático que no les permite reunirse con sus seres queridos y un infierno que plantea retornarlos al entorno del cual salieron huyendo, el cual está plagado de hambre, corrupción, violencia e ignorancia. Una solución inhumana, pero no sorpresiva, porque de todos los posibles epítetos que se encuentran en el diccionario, humanitario con los indocumentados sería el último para describir el gobierno de Barak Obama. Así mismo, los Estados Unidos en tanto que país del primer mundo y en virtud del poder que confiere ser una potencia, impone las reglas que controlan los precios de la mercancía en el comercio global. El autor de Food Matters, Mark Bittman, expone el dilema con claridad meridiana: el maíz del norte, genéticamente alterado y producido a un costo mínimo gracias a la subvención otorgada por el Estado a los agricultores, es baratísimo y no compite en igualdad de condiciones con el maíz producido a más alto precio por el labrador mexicano. Este labrador, incapaz de vender su maíz manteniendo un margen de ganancia, se ve obligado a renunciar a la cosecha. Es él y muchos como él quienes terminan recogiendo las uvas en California o pelando pollos en Wisconsin. Y no porque sea fácil dejar los hijos y un universo entero detrás, si no porque ellos carecen en sus tierras de opciones viables para sobrevivir. Los 3.7 billones de dólares que Obama aspira a recibir para contratar más guardias fronterizos y más jueces destinados a acelerar las deportaciones, entre otras ideas no tan brillantes, estarían mejor invertidos en estabilizar los países de donde proceden estos niños. Aquí entre nos, no hay que ser un genio para entender que la respuesta al problema del éxodo masivo de adultos y niños mexicanos y centroamericanos no está en el número de guardias ni de jueces dedicados a atajarlos y luego deportarlos, si no en erradicar las razones macro-económicas que están produciendo el éxodo mismo, ¡que eso hasta lo deduce un estudiante de Mota King en tercer año de preparatoria!